DIÁLOGO ENTRE POESÍA Y RELIGIÓN-1-
Con razón se ha dicho que la poesía, la filosofía y la religión constituyen las tres grandes potencias del espíritu. No faltan quienes ven en ellas proclamación de palabras impotentes e inútiles. El deslumbramiento que causa hoy la tecnociencia y su producto, el bienestar, suele ser el origen de estos juicios. Solo la convicción en la existencia de un más allá de lo estrictamente empírico, a saber el espíritu, está en condiciones de entender lo que significa lo “inútil con sentido”. De ahí que el suelo en el que arraiga la poesía como así también la filosofía y la mística, junto con la teo-logía, es precisamente la fuerza de la “palabra”. Esta no es espada, pero puede vol-verse el filo más potente; no es oro pero puede convertirse en el tesoro más busca-do; no es voluptuosidad pero puede ser fuente de gozo y de júbilo.
Nuestro intento es ofrecer algunas resonancias que se establecen entre la poe-sía –en sus formas más sublimes- y la religión, en sus figuras más insignes.
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La historicidad del ser humano se desenvuelve a través de épocas, y éstas quedan signadas por los distintos contenidos que las definen. Cada época tiene un rostro positivo y otro negativo. Existe hoy un consenso generalizado acerca de la primacía de lo negativo en lo que respecta a los tiempos que nos tocan vivir. De ahí la responsabilidad que los poetas, los filósofos y los teólogos asumen en estos mo-mentos de crisis.
Escuchemos lo que dice M. Heidegger:
“En el siglo de la noche cósmica es preciso que el abismo del mundo sea explorado y sufrido. Mas, para esto es necesario que haya quienes lleguen al fondo del abismo.”
¿De qué “noche cósmica” se trata? Para Heidegger es el “falso día de la técnica”. Es el “ser” opacado por los “entes”. Es el pensamiento esencial y meditativo despla-zado por el conocimiento calculador. Son las palabras sustanciales que quieren nombrar el “origen”, apagadas por la charlatanería trivial de la informática actual. Es el destino del hombre desnaturalizado por la renuncia al misterio. Y, ¿cómo no re-cordar el vocabulario de Juan Pablo II cuando hablaba de la actual “Noche ética” en que hoy se halla sumida la humanidad?
¿De qué “abismo del mundo” se trata? En ese abismo del mundo, inaccesible al pensamiento calculador y a los ojos de los amores pervertidos, se encuentran los ejes del sentido, que ofrecen la clave para disolver la actual “insignificancia” de la que habla Cornelius Castoriades en su libro El ascenso de la insignificancia. En ese abismo residen los lugares de donde pueden surgir las decisiones fundamentales y fundacionales. En esos “tópoi” se hallan las voces profundas del ser y de los oríge-nes, y los estratos más hondos del “Ethos”. Es el lugar de las palabras en el exilio y de las significaciones anteriores a las palabras. Lugares de las vibraciones y los rit-mos primordiales; límite último en el que acaba la música y empiezan los ruidos.
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Todo esto nos lo dicen los poetas con las palabras cuyo significado viene ro-deado de un halo de matices y sugerencias. Dice R. Char:
“Erramos junto a brocales de los que se han sustraído los pozos.”
El agua de la vida se ha vuelto virtual: solo queda la apariencia de lo que fue. Y el hombre no “habita” la tierra: se ha vuelto errante. Es la era de los signos vacíos: puros símbolos sin realidad. Los brocales sin pozos con agua son símbolos sin rea-lidad simbolizada. Con razón se puede afirmar que los símbolos modernos, son sig-nos del aniquilamiento de lo que antaño fue la realidad divina: signos de la ausencia. El simbolismo moderno no es inseparable del “nihilismo moderno”. ¿Cómo hablar de Dios si sus signos se vacían? ¿Qué camino tomar y cómo orientarse?
En especial, para el poeta y para el hombre religioso que piensa: ¿Cómo orien-tarse en el lenguaje? ¿Cómo orientarse en el “paisaje de ceniza, desierto y ausencia de toda huella”? J. Greisch, comentando un libro de poemas de Paul Celan, titulado La Rose de Personne, afirma al término de su profunda interpretación:
“Este inacabamiento del poema, que por eso mismo es pala-bra circunscrita, muestra suficientemente que la intervención de la nada es un acontecimiento inquietante. Pero él se sitúa en el justo medio entre una clausura y una apertura: es necesario cerrar las puertas de la tarde, y abrir la puerta de la mañana, aún si este úl-timo acontecimiento es en sí mismo inacabable. La mística espe-culativa oponía de buena gana el conocimiento vesperal y el cono-cimiento matinal... Sería posible hallar un eco de esta distinción en el final de este poema. Con ello se abre la dimensión más secreta de la Rose de Personne, la más difícil de decir pero tal vez la más esencial también: su dimensión de esperanza.”
Según Greisch, P. Celan es uno de los raros poetas que supo dar palabra a la esperanza, hasta el punto de definir la función poética como acto de esperanza. Pa-ra P. Celan, los poemas están siempre en camino; se hallan siempre en relación con algo. Hacia algo que se mantiene abierto y podría ser habitado; hacia un Tú, con el que tal vez se podría hablar; hacia una realidad próxima a la palabra. De este modo “la palabra de exilio puede volverse palabra de anábasis”.
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“Acto de esperanza” y “palabra de exilio convertida en palabra de anábasis”, alojan contenidos verdaderamente “solemnes que conmueven y afectan la mente y el corazón del cristiano. La Rose de Personne puede volverse la Rosa Divina tal como lo dicen los versos finales de la The Unending Rose de Borges:
“Soy ciego y nada sé, pero preveo
Que son más los caminos. Cada cosa
Es infinitas cosas. Eres música,
Firmamentos, palacios, ríos, ángeles,
Rosa profunda, ilimitada, íntima
Que el Señor mostrará a mis ojos muertos”.
Aquí las palabras en exilio se vuelven palabras de elevación y ascenso a lo di-vino de modo que la Rosa de nadie se vuelve la Rosa Divina. En manos del poeta y de sus símbolos y metáforas la Rosa celebrada se torna infinitas cosas. “La natura-leza es un templo de vivientes pilares”, decía Baudelaire, de modo que el hombre pasa a través de “bosques de símbolos que lo observan con miradas familiares”.
Nos hallamos ante una gran poesía que es esencialmente celebratoria. Estas consideraciones nos llevan a reconocer el poder creativo de la palabra poética y de la fuerza del lenguaje como tal. Este poder creativo de la palabra “mágica” lo expre-sa Joseph von Eichendorff de la siguiente manera:
“Duerme una canción en todas las cosas
que ahí sueñan y sueñan, y el mundo se
pone a cantar con solo que encuentres
la palabra mágica.”
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Paul Ricoeur ve en el hombre un ser “capax”. Capacidad de hablar, de obrar, de narrarse y de ser responsable. Pero indudablemente el “habla” es una de sus maravillosas capacidades. Exclamaba Rilke:
“Nada es tan poderoso como el silencio.
Y si no hubiéramos nacido en el seno de la
Palabra, jamás podría haber sido quebrado.”
Pero ¿qué es el lenguaje? Podemos afirmar que el lenguaje, como “habla” es un acto simbólico, mediador, referencial y diferencial, por cuya virtud surge la tesis de un sujeto humano y, simultánea y simétricamente, se cumple la epifanía de un mundo. Referirse al otro y retroreferirse a sí mismo en el acto de hablar constituyen anverso y reverso de un mismo acontecimiento.
Como puede apreciarse por el acto de hablar “co-nacen sujeto y mundo”. “Que ninguna cosa sea donde la palabra falte”, decía Stefan George.
La raíz última de la palabra es el espíritu. Gracias a su poder se hace posible aquella apertura al mundo como conjunto de relaciones que permite entender al ser humano como “un ser en y con el mundo”. Por el espíritu interpretado como luz sur-ge la “inteligibilidad” de todo lo que “es” y la capacidad de poder conocer y saber. Por el espíritu, entendido como apertura y luz se cumple la “presenciación” de la realidad.
Pero interesa ahora destacar el lenguaje poético y la metágora. A favor de una reflexión cumplida en torno al valor y alcance de la metáfora podrán aclararse las profundas relaciones que median entre la religión y la palabra poética.
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La palabra poética entendida en su dimensión metafórica puede ser compren-dida como una “redescripción de mundo”. El lenguaje poético es capaz de abolir la referencia del lenguaje ordinario, descriptivo en primer grado, didáctico, prosaico y usual. En virtud de esta capacidad de poder suspender esta significación primera de la palabra que apunta a la realidad natural, se vuelve posible abrir una nueva di-mensión de realidad entendida como Fábula, Ficción y Mito. Es la referencia de tipo metafórico.
Se abre un nuevo espacio y un nuevo tiempo. El poder de la palabra en clave metafórica suspende el entramado de las relaciones habituales y rutinarias. Abierta esta dimensión, la poesía revela posibilidades inéditas del “sí mismo” y manifiesta nuevos rostros de las cosas.
Como toda palabra, el lenguaje simbólico del poeta, tiene el poder de reunir; o sea, reunir lo múltiple en lo uno. Pero su modo de reunión es específico. Dice Clau-del:
“La metáfora, al igual que el razonamiento,
reúne, pero desde más lejos.”
Es una nueva lógica que escapa al ordenamiento conceptual y es capaz de re-unir lo que la lógica de la razón rechaza. Por eso se puede afirmar con Stanislas Breton que hay una “ontología y una “ontomitología”. Pero, gracias a la metáfora, no solo hay un reunir desde más lejos, sino que se cumple también una más honda y fecunda penetración de lo real.
El espíritu es luz, pero en tanto que humano es luz que ilumina, pero siempre envuelto en un cono de sombras. Es apertura, pero siempre como un “claro” ence-rrado en la espesura del bosque. Es presencia pero siempre en horizonte de ausen-cias. Hay creación cuando se logra traer a la luz zonas oscuras; cuando se logra abrir brechas en la opacidad del bosque y cuando se logra traer a la presencia tro-zos de ausencia. Con ello, dilatándose los horizontes, la humanidad se enriquece y se cultiva. No olvidemos que la cultura es arraigo y creación.
Ahora bien, la metáfora tiene la capacidad extraordinaria de lograr; con su al-quimia verbal, ampliar los horizontes que limitan la luz, la apertura y la presencia.
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Surgen, a partir de estas reflexiones en torno a la metáfora, las profundas rela-ciones que median entre la poesía y la religión. La palabra revelada manifiesta al creyente que la recepta en la fe, una nueva y ampliada perspectiva respecto del hombre, el mundo y Dios.
A continuación podemos establecer un paralelismo entre la palabra metafórica del poeta y la palabra bíblica del oyente cristiano; paralelismo que legitima un auten-tico diálogo entre poesía y religión. Diálogo que, para que exista, requiere la perma-nente diferencia de cada una de las alteridades y de sus respectivas identidades.
a) Ambas palabras se caracterizan por el engendramiento de un “plus” de sentido en la medida que abren a nuevas significaciones, más allá de los significados usuales de los vocablos. Los términos comunes se cargan con una semántica nueva y enriquecedora.
b) La palabra del poeta y la palabra bíblica tienen un rol existencial antes que lingüístico. Usando un modo de hablar, tal como lo entiende la hermenéuti-ca de H.G. Gadamer, se puede decir que, a la vez que se comprende el significado, la palabra se aplica. Se trata de una “subtilitas intelligendi” y de la “subtilitas applicandi”. Cuando la palabra del poeta y la palabra de Dios son comprendidas, ambas tienen, cada una en su propia dimensión, el po-der de transformar al oyente. Al final de su poema Torso arcaico de Apolo, dice Rilke:
“Porque no hay un sitio
que no te mire: has de cambiar tu vida.”
(Du musst dein Leben ändern)
Este modo de entender la palabra poética cancela todo intento de querer comprender la poesía como adorno de la vida o mera complacencia senti-mental.
c) Las dos palabras abren una visión polidimensional. Nuevos mundos, nue-vos horizontes. Y este es el lugar central en lo que respecta al diálogo entre estas dos palabras. Las dos abren a la verdad. En la medida que “nombra”, el “ser” de lo nombrado se patentiza, saliendo de su ocultamiento y entre-gando su mejor ser. Las cosas tienen “rostro” y estas palabras lo desocul-tan y lo dejan irradiar.
d) Ambas palabras liberan en el alma inéditas posibilidades debido a la ver-tiente escatológica que ambas albergan. La poesía es dinámica y telética. Así como hay en ella un sentido “tropológico”, que apunta a una conversión (“Has de cambiar tu vida”), hay también en ella un sentido “escatológico”, pues, como decía Paul Celan: “Los poemas están siempre en camino hacia un Tú con el que se podría hablar”. Por otra parte, el sentido escatológico está en las entrañas mismas del Mensaje de la palabra cristiana.
Hay un fin inmanente a toda gran poesía cuyo referente fundamental es la vida misma. Sea que el fin de la poesía consista, como dice Ch. Baudelai-re, sumergirse “en el fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo”; sea, como afirma P. Claudel, sumergirse “en el fondo de lo definido para encontrar lo inagotable” o como sentencia M. Heidegger, la metáfora poéti-ca implica “la inclusión de lo extraño en la apariencia de lo familiar”, siem-pre se apunta a un “último”, que cumpliría el “desideratum” supremo al que aspira la gran poesía.
e) J. Greisch ha puesto de manifiesto una intrínseca relación entre la espe-ranza y la metáfora. Sutil y magistral lugar de encuentro entre metáfora y palabra kerigmática. Así discurre Greisch.
Como ya indicáramos, la metáfora opera un distanciamiento de lo real, que constituye la norma de lo que es. Se trata de una verdadera transgresión. Una vez alienada de la significación usual, la metáfora abre un mundo libre y de infinitas posibilidades.
Para Greisch esta distancia semántica primera constituye el primer acto de Esperanza. El sujeto, mediante un sobresalto existencial, se proyecta hacia un posible, que se aparta de lo real y le permite adelantarse, en la espera, a lo que puede advenir. Por eso, el autor termina afirmando que la metáfora contiene “in nuce” una filosofía de la esperanza.
Mientras la esperanza de la gran poesía es búsqueda del paraíso perdido, de los orígenes, de la infancia, la esperanza cristiana apunta a liberarse del exilio y alcanzar la Patria en la Bienaventuranza. Ambas implican “trascen-dencia”, pero mientras una “aspira”, la otra “cumple”. Más allá de lo pura-mente empírico y factual, en ambas la trascendencia no es lineal sino “tran-sascendencia”. Ambas inspeccionan lo invisible y tratan de escuchar lo in-audito. Para ellas, como decía Hölderlin, “lo posible se vuelve real y lo real ideal”.
f) Otro lugar de diálogo y encuentro entre poesía y religión es el sentido y al-cance de la “permanencia”, de lo que en francés se nombra con la palabra “endurence”, difícil de traducir al castellano.
H.G. Gadamer, en su obra La actualidad de lo bello, termina definiendo la esencia de la obra de arte en estos términos:
“En la obra de arte, eso que aún no existe en la cohe-rencia cerrada de la conformación, sino solo en su pasar fluyendo, se transforma en una conformación permanente y duradera, de suerte que crecer hacia adentro de ella signifi-que también, a la vez, crecer más allá de nosotros mismos”.
A continuación cita el consabido dicho de Goethe: “Que en el momento vaci-lante haya algo que permanezca”. Aspiración a una duración permanente. Rimbaud decía: “La verdadera vida está ausente”, “No estamos en el mundo”; y se lanza a una especie de transmutación y decantamiento espiritual de los elementos de este mundo y saltando más allá del tiempo exclama: “¡Ha sido recobrada! ¡Qué? La eter-nidad. Es la mar mezclada al sol”.
Cabe recordar aquí la expresión de Hölderlin: “Más lo que permanece lo fun-dan los poetas”. Abunda en los poemas de todas las épocas el buscar instaurar en el tiempo fugitivo “algo” que dure en la fluencia del devenir fenomenal. No faltan poetas que anhelaban ver, en el instante en que brotaba la “palabra”, una irrupción de eternidad en la temporalidad. Todo lenguaje aspira a la permanencia.
“Es necesario que la palabra pase, para que la frase exista. Es necesario que el sonido se extinga para que el sentido permanezca”.
En esta afirmación se entrelaza lo pasajero y lo que tiende a permanecer. En la vertiente existencial de la poesía esta ansia de permanencia, esta búsqueda de lo que eterniza, de lo que inmortaliza y supera la temporalidad se suele vincular con el “habitar” el hombre en una morada estable, convirtiéndolo, de errante y nómade, en hombre arraigado y capaz de cultivar y cultivarse. Me permito citar un pasaje-compendio de la Citadelle de Saint-Exupery:
“Soy un constructor de ciudades. He decidido poner aquí los cimientos de mi ciudadela. He detenido la caravana en su camino. Era solo una semilla en el viento. El viento lleva consigo, como perfume, la semilla del cedro. Yo resisto al viento y entierro la semilla para que los cedros crezcan para mayor gloria de Dios”.
¡Hermosa parábola”. El “viento”, lo más pasajero y fugaz; pero lleva en su so-plo la simiente de lo permanente, de lo que queda, del cedro; la ciudad en la que se habita. Cuando uno trata de hacer la hermenéutica de las poesías desesperadas y nihilistas, no se puede dejar de detectar en ellas momentos en los que se aspira al “descanso”, a lo sereno y entregado, a un “X”, que podría redimir y salvar.
Nos hallamos así en un lugar donde el diálogo poesía-religión puede estable-cerse. La “eternidad”, emblema por excelencia de lo permanente y lo “para siempre”, fija un límite insuperable. Pero no le impide a Paul Celan la posibilidad de que, al igual que la “sirga”, que con sus cadenas permite, desde la ribera, hacer navegar los barcos a contracorriente, también el poeta puede lanzar a contracorriente del tiempo su ancla, más allá del horizonte terrestre.
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El texto de Heidegger, citado en el comienzo, nos hablaba de la necesidad de un descenso al abismo del mundo para explorarlo; pero al precio del sufrimiento. Se necesita que haya quienes tengan la audacia de emprender el descenso. Descender y traer el mensaje.
Pero es necesario recordar el dicho de Esquilo: “aprender sufriendo”. Tanto el místico cristiano como el poeta están ejercitados en esa experiencia. Ellos están destinados a traer la “Palabra” del origen, que es también, conforme a su sentido, la palabra escatológica.
Hay los que intentaron, pero nunca llegaron al fondo. Lo fundamental como lo esencial tiene una fuerza profunda de ocultamiento tras las apariencias. Hay tam-bién los que llegaron al fondo del abismo pero no volvieron: el desgarro fue tan fuer-te, que pagaron con la muerte el intento de descifrar el secreto de la vida. Hay los que llegaron y malinterpretaron; y solo trajeron un mensaje de rebeldía y desespe-ración. Hay los que llegaron, comprendieron, y mediante la experiencia del dolor aportaron a los hombres una palabra de esperanza.
En esta dimensión, solo quisiéramos añadir, que en esas profundidades del abismo del alma y del corazón humanos, el estrato más hondo no es la culpa sino la inocencia. Pero para llegar hay que pasar por la “Noche oscura”. Es posible detectar en todos los poetas, incluso en los más desesperados, toques delicados y puros de inocencia. Y en esos “tactos” furtivos asoma un mundo salvo que, profundamente, en lo más íntimo de sus anillos, descansa un núcleo consolado y salvo. Jean Oni-mus nos recuerda que el poema brota discretamente del silencio como el archipiéla-go del océano, como una palabra de niño en una conversación de adultos, improba-ble, imprevisible, desprendida de la cadena de las causas y de los efectos, pura co-mo una isla y por así decir gratuita.
Para la religión cristiana, en ese fondo más hondo, se halla la “voz” del Maes-tro que es, como decía San Agustín, “más yo mismo que yo”. No es la inocencia, es el Inocente que, como se dice en la Carta a los Hebreos, aprendió a obedecer su-friendo. Para R. Char, la poesía es matinal: ella es lanzada en la inocencia del alba y es aquello que la abre al “futuro”. La palabra “gracia” viene a la mente.
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En la parte final de nuestra exposición quisiéramos referirnos a un aspecto de la fuerza de la palabra poética en relación con la palabra litúrgica y sacramental.
Se habla, en este sentido, de la “alquimia de la palabra poética” de la “magia” de estas palabras. Estas expresiones muestran cómo, gracias al proceso metafórico que, superando la primera “referencia” del lenguaje ordinario, obra la apertura de una referencia de segundo grado. Por ella surge un mundo; el mundo de la obra: la Ficción y el Mito. Se posibilita y legitima así lo que Ricoeur llama una “Redescrip-ción” de la realidad en el sentido de la “mímesis creadora” de Aristóteles. Dice Ri-coeur:
“Este poder del texto de abrir una dimensión de reali-dad implica, por eso mismo, en su principio mismo, un recur-so contra toda realidad dada, y por eso, la posibilidad de la crítica de lo real... En el discurso poético este poder subver-sivo es el más vivo.”
Pero esta apertura a la creatividad en la que la imaginación se convierte en el personaje principal, el poeta adquiere, por otra parte, una profunda responsabilidad. Más allá de toda nivelación lingüística, de la palabra del poeta debe surgir un hasta ahora “no dicho” en virtud del cual se enriquece la lengua y surge un nuevo mundo, llamado a confrontarse con el mundo del oyente o del lector.
Cuando emerge una palabra con esa carga semántica, acontece en la historia de los hombres lo siguiente: en un instante sublime, dice, en una única vez, una co-sa única, que abre un nuevo mundo y que permanece inagotable porque es siempre iniciante.
Aquí se manifiesta el poder de la palabra poética. Pero también el peligro de una soberbia titánica de creerse poeta, con su alquimia y su magia, poder “transubs-tanciar” lo real. Es cierto que el pan celebrado en el poema, es mucho más pan, más aún, es el verdadero pan, pues es elevado hasta su más alta excelencia. Pero sigue siendo pan.
Claudel en la Messe La-Bas le recuerda a Rimbaud –el poeta de la “alquimia del verbo”- que no se alcanza a producir “transubstanciación” de lo nombrado me-diante el acto poético. Es en la “Misa”, en el seno de la liturgia, que en la Consagra-ción se opera la transubstanciación del pan en el Cuerpo de Cristo y del vino en su Sangre. La poesía puede transfigurar lo nombrado por ella pero no cambiar su sus-tancia. Pero ambos, liturgia y poesía, apuntan a lo mismo, pero con distinto alcance y eficacia.
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En lo referente a un diálogo entre poesía y religión cristiana no se puede sos-layar la relación entre Poesía y plegaria. Con esto mismo título tuvo en su época amplia difusión un libro de H. Bremond. La tesis de su libro puede hallarse concen-trada en el texto siguiente.
“La actividad poética es un esbozo natural y profano de la actividad mística: profano y natural, ciertamente... pero que es además esbozo confuso, torpe, lleno de lagunas o de blancos, tanto que el poeta no sería finalmente más que un místico evanescente o un místico fracasado.”
Estas severas aserciones deberían ser moderadas –por cierto, respecto de muchos poetas- si se consideran sus intentos como experiencias vividas en el cho-que del verbo poético con el límite, en la frontera de lo humano y lo divino. Es la lu-cha con el Ángel, donde la derrota del intento habla del arrebato lírico por ingresar en el Paraíso perdido.
Es preciso reconocer la analogía que existe entre el acto poético y el acto reli-gioso. Tanto uno como otro no miran al mundo desde el punto de vista práctico. Ambos buscan e intentan un modo de comunicarse con el mundo en el amor. Es una relación basada en lo afectivo. Esta relación, como dice H.J. von Hoorn, sirve de base a su conocimiento, que es de carácter visual y dinámico, y fuente perpetua de imágenes. Místico y poeta establecen una armonía entre el mundo y ellos. Para el poeta su obra es enteramente “verbal”: crean en palabras. Para el místico la obra no es necesariamente verbal. Participar a los otros el amor a Dios que experimenta es su misión. Este amor puede conducirlo a la poesía para expresarlo y participarlo. “Cada místico busca la palabra poética para divinizar la tierra; aspira a poner la poe-sía al servicio de su causa. Queda por saber si la Musa quiere aceptar la invitación del Angel”.
La poesía creadora tiende a proyectar, y a la vez encerrar en el esplendor de su verbo esa sed de Absoluto que una auténtica poesía puede despertar, pero que ella no tiene como misión colmar.